miércoles, 26 de diciembre de 2012

Polaroid


Miró con desconfianza el girasol que se abría frente a él en la mesa del café. Nunca le habían gustado esas flores escandalosas, descaradas, ridículamente alegres. Una flor que se movía con el sol era casi un animal.  Se trataba de un Helianthus annuus. Sonrió al pensar que esa era una de las tantas cosas suyas que sacaban de quicio a su mujer.  Que él poseyera ese tipo de información, totalmente inútil y además tuviera la urgencia de compartirla.  A ella le encantaban los girasoles, desde que una quiromántica en Cuba le había dicho que debía tenerlos siempre en su casa para alejar a los malos espíritus, vibraciones, lo que fuera.  Claro, él tenía información verídica y comprobable que compartir, pero ella prefería creer tonterías espiritistas de una perfecta desconocida con turbante blanco.  Pensó en ella, en su mujer, y sintió un calorcito por dentro.  Le tomó una foto al girasol y se la mandó con la frase “Un Helianthus annuus para que alejes los malos espíritus”. Ella le devolvió un emoticón con los ojos entrecerrados, cosa que el interpretó como que había entendido el chiste.  Luego se enviaron, a la vez, corazones de colores diferentes.  Jamás coincidían en nada.  Cómo se soportaban era un misterio.  Tal vez porque se turnaban para uno ser el sol y el otro, una flor/animal que brillaba descaradamente ante su luz.  

jueves, 2 de agosto de 2012

Del Plato Astillado a Sartre

El otro día me senté a almorzar y noté que uno de mis platos soperos estaba astillado.  Ya saben, en el borde, como si  la pintura se hubiera levantado llevándose consigo un poco de cerámica.  Inmediatamente mi abuela tomó posesión de mi lengua y dijo a través mío “este plato hay que botarlo”. Y luego, vinieron solas, las palabras, las que decía siempre que notaba uno de sus platos astillados: “eso trae miseria”.

¿What? ¿Eso de dónde salió? ¿Quién dijo esas palabras? Y más importante aún... ¿Qué quieren decir?

Que mi abuela, maestra al igual que mi abuelo, decidiera desechar un artículo que aún conservaba su valor utilitario es algo tan fuera de su carácter que me hace dudar de mi recuerdo.  Mis abuelos vivieron las dos guerras mundiales, sufrieron escasez, vivían frugalmente.  Las cosas se arreglaban, no se botaban con la rapidez que lo hacemos ahora.  La pollera de mi abuela, hecha por sus cuñadas en los años cuarenta, no tiene la segunda manga porque no había suficiente tela de hilo en Panamá.  Mi abuelo borró, de tanto usarlas, las letras de su máquina de escribir, y para recordar el orden del teclado (escribía, a toda velocidad con sus dos índices), recortaba letras de revistas y periódicos y las pegaba sobre las pesadas teclas negras.

¿Entonces por qué ese afán en botar los platos por un insignificante astillado? La tela que cosía (su ropa, nuestros vestidos, las cortinas) la usaba hasta las últimas consecuencias.  Hasta las tiritas que quedaban por ahí las usaba para hacerme unas trenzas tan apretadas que me dejaba china y que cuando se soltaban al final del día me daban el alivio más grande que he sentido en mi vida.

Eso trae miseria, así decía.  No era por superstición, de eso estoy segura. No cabía en su cabeza, lógica y pragmática, nada que no fuera científico o al menos, probado por la experiencia.  Era otra cosa: era una advertencia.  Era la advertencia de tener la puerta cerrada a la desidia.  Era una luz amarilla ante la posibilidad de empezar a coleccionar cosas ligeramente deterioradas, aunque aún útiles. ¿Por qué?  Porque de alguna manera empezamos a permitir en nuestras vidas cosas así y luego, poco a poco, todo está ligeramente deteriorado...  Si o no que alguna vez se han parado en un rincón de sus casas, han mirado todo con ojos nuevos y han pensado: ¿Esto cómo llegó a ponerse así? Las esquiniitas peladas, las paredes manchaditas, los tapices rayados casi imperceptiblemente, pero pronto, todo junto, da una sensación de deterioro, de venido a menos, de tristeza.  ¿Adivinen como empezamos a permitir ese estado de cosas?  ¡Cuando dejamos en la pila de platos el que estaba astillado!

Es extraño, ni un pedacito de tela se desperdiciaba, con ellos hizo hermosas colchas para la casa de la finca.  Los cordones viejos los partía y usaba para amarrar los cartuchos de basura.  Me enseñaron a forrar cuadernos con billetes de lotería y papel periódico.  ¿Pero un plato astillado? ¡A la basura!  Tal vez porque no hay manera de arreglar un plato astillado.  Tal vez porque es una pequeña manifestación de dignidad de alguien que reutiliza todo y decide desechar algo.  Tal vez simplemente porque mi abuela era muy sabia y así mismo como decía, uno no debe abrir la puerta a la tentación, pensaba que no había que abrirle la puerta a la desidia.

Quizás este sea un tema extemporáneo en esta época en la que nos han tenido que enseñar, otra vez a reutilizar las cosas.  Pero no se trata de eso.  Se trata de encontrar ese pequeño gesto que abre la puerta a un mundo, que deja salir un dragón.  Si uno es las decisiones que toma, incluso las pequeñas decisiones como desechar un plato, me siento un poco presionada, eh.  Así que un día a la vez.  Empecemos por tratar de ver las cosas no tanto por lo que son, si no por lo que significan.



lunes, 11 de junio de 2012

Progreso con P de lo que ya tú sabes.

Cuando era chiquita, iba con mi abuelo a visitar a la familia en Los Santos.  Íbamos a Las Tablas, a Santo Domingo (La Teta, decía él), en su enorme carro azul, por largas carreteras desoladas.  Solo veíamos, de vez en cuando, un hato de ganado, un niño sacando agua de un pozo, una casita de quincha con dos taburetes en el portal. Llegábamos a un pueblo y salían las primas, los tíos, a ofrecernos un café, una chicha, un duro, un silla, una hamaca, un buen cuento, un rato de atención y genuino amor familiar.

Pequeños pueblos con río o con mar, llenos de gente con más sentido del humor que posesiones materiales, en los que se canta para hablar y se vive en paz. Una de las primas de mi abuelo cosía polleras, uno de los primos de mi abuelo tenía una fragua.  Cosas mágicas y maravillosas, alimento para una feroz imaginación. 

Treinta y tantos años después hago con mis hijos un viaje a Pedasí.   Es un pueblo hermoso, con el sabor de esos pueblos de mi recuerdo... y mil negocios nuevos de bienes y raíces, burguers and wings, spas, pizza parlors, bakery shops, fishing trips, spanish lessons here, villas for sale, sushi night, learn to roll your own sushi roll (en serio), Pedasí is not going to be a secret forever, buy now, etc. Cool.  Chévere.  Avance.  Progreso.  Dinero.  Trabajo.  



¿Y por qué no me siento bien?

lunes, 30 de abril de 2012

La hija de Otelo y Desdémona

Esta soy yo.



Esta es la senadora colombiana Piedad Córdoba.


Ayer un señor me detuvo en la calle para preguntarme si yo era ella. Yo no la recordaba en ese momento, pero el señor me lo dijo tan entusiasmado y lleno de motivo que luego la busqué en google.   
Bueno, sí, ambas tenemos dos ojos, una nariz, una boca... pero no creo que nos parecemos como para que alguien nos confunda.

Aparte de que soy muuuucho menor que la distinguida senadora (!!!¡¡¡) y de que ella usualmente lleva un elegante turbante (lo digo en serio, creo que es súper elegante), y de que me parece muy guapa, hay algo en lo que particularmente quiero centrar mi atención: ella es una mulata.  Y yo... soy... una... mestiza. Mulata. Whatever. 

Ok.  Crisis de identidad a estas alturas.  

En Cuba hace poco me preguntaron:
- Y tu papá, el cubano, ¿era blanco?
- Sí, sí, era blanco, descendiente de españoles, es más sus hermanas eran rubias y de ojos verdes.
- Ah... entonces tu mamá, la panameña, ¿es negra, como tú?
Hmmm... ¿Mi mamá es negra? ¿Yo soy negra también? Eso nunca lo había contemplado... Esta es mi mamá.


En Cuba también me dijeron que yo era mulata.  Yo dije, ah sí, mulata claro, y luego corrí a buscar qué era mulata porque todas esas pequeñas sombras entre mulato, mestizo, zambo, criollo y esas categorías siempre se me han difuminado en una línea delgada e imaginaria.  Cada vez que alguien me pregunta, refiriéndose a otra persona... “¿El es uno así, quemadito, canelita, café con leche, trigueño, moreno?”, no sé qué responder.  Porque a menos que la gente sea francamente blanca o francamente negra, todo el resto de las combinaciones me parecen iguales. Y termino respondiendo, “sí, sí, es uno así como de mi color.”

Mulato viene de mulo.  (Estupor y pausa).  Resulta de la combinación de una persona de raza blanca y una persona de raza negra.  Hmm... Mi papá era blanco sí, y hasta donde sabemos sus ascendientes también (hasta donde sabemos).  Mi mamá es ella misma mulata, porque mis abuelos eran ambos, no sé, mulatos, mestizos, mezclados, cholos, indios, blancos, negros, guacho racial que se va hasta los mil quinientos, o, como diría la publicidad estatal de turismo de los 70s, “crisol de razas”. 
Zambo es la combinación de un negro con un amerindio.  Mestizo es la combinación entre un blanco y un amerindio.  Este enredito de razas, lo tomó muy en serio la corona española, que dictaminó un sistema de castas para proteger su patrimonio.


Castas de origenCasta resultante
EspañolIndígenamestizo
IndioNegrazambo
NegroZambazambo prieto
BlancoNegramulato
MulataBlancomorisco
EspañolMoriscaalbino
AlbinoBlancosaltatrás
IndioMestizocoyote
BlancoCoyoteharnizo
CoyoteIndiochamizo
KoreanoIndiacambujo
CambujoIndiatente en el aire
MulatoTente en el airealbarasado
(Fuente wikipedia)

Quinientos años después es imposible - IM PO SI BLE- distinguir cambujo de chamizo, albarasado, de saltatrás.  Pero, ¡un momento! Me olvidaba de CSI.

Hace cinco años, el Instituto del DNA y del Genoma Humano de la Universidad de Panamá inició un estudio para determinar cómo está compuesto nuestro fondo común de genes, es decir, qué proporción genética hemos heredado de cada una de las razas que a lo largo de 500 años han vivido en Panamá.
Los resultados sorprendieron a los investigadores: la población general del país tiene un gran 39.4% de genes de origen indígena, un 29.4% de genes de origen negro y un 31.2% de origen blanco.”

(Fuente La Prensa, 12 de octubre de 2002)



Así que todo este tiempo yo tenía razón. Por eso todo el mundo me parece del mismo color. A menos que seas francamente blanco o francamente negro o francamente chino o francamente de otra raza, entras en el gran pot de los 40% indígena, 30% negro y 30% blanco. Sí me parezco a Piedad Córdoba. Compartimos genes. Solo nos separa una frontera imaginaria y algunos ancestros que vinieron en naos diferentes. O tal vez en las mismas.

¿A qué raza pertenezco? A ninguna. A todas. A la raza del guacho de rabito, chorizo, carne, pollo, frijoles, tomate, arroz, cebolla, culantro que es la población americana. A la raza que termina sus escritos con una referencia a la comida. A la raza que usa joyería nativa, siente una nostalgia inexplicable de España, se le estruja el corazón con el violín y el repicador, y se siente extrañamente reivindicada en las historias de los palenques y los cimarrones. A la raza que tiene por principio erradicar el concepto de raza.

jueves, 26 de abril de 2012

Uno siempre va a su entierro


Uno siempre va a su entierro.  Sin saberlo, sin pensarlo.  Uno siempre va a su entierro.  ¿Las flores que mandas?  Son las flores de tu entierro.  ¿Las oraciones que elevas?  Son para el descanso de tu alma inmortal.  Cuando das el pésame, cuando eliges con cuidado no ponerte nada de color, lo haces también, un poco, para tu entierro.
Con esa filosofía vivió Felicidad.    Y por eso asistió a todos los entierros que pudo.   Desde chica, cuando caminaba las seis cuadras que separaban la escuela de su casa, pasaba frente a la iglesia y se detenía si encontraba la carroza fúnebre afuera.  Al principio con miedo, pero luego con mucha expectativa entraba, revisaba el libro de las firmas para ver si había mucha o poca gente, caminaba con cuidado por un costado de la iglesia, comprobaba si conocía a alguno de los asistentes, esperaba el momento de la paz o la comunión y se asomaba al cajón.  Ahí, miraba al difunto con una mezcla de curiosidad, compasión y horror: los pedacitos de algodón que asomaban de sus fosas nasales, la máscara mortuoria del maquillaje, el encaje del cuello enjuto. 
Cuando estaba sola, Felicidad soñaba con un gran sepelio.  Uno en el que sobraran las flores, con música de violines, grandes discursos y cantidades monumentales de gente.  Se imaginaba a su familia llorando desconsolada, a las vecinas, todavía impresionadas por la noticia, hablando de la última vez que la vieron.  Pensaba que su compañera de trabajo compraría su fecha al revés y al derecho y quizás hasta el número de su tumba.  Pero ella no se lo mandaría, qué va, para qué, ¿para que se lo diera todo al pendenciero del marido?  Felicidad atesoraba esos momentos en los que se imaginaba el centro de atención, la protagonista, sus quince minutos de fama.
El día que murió, de improviso y sin alharaca, sus hermanas planificaron un entierro sencillo, como correspondía a alguien de su condición económica.  Sus amigas, conociendo el secreto deseo de Felicidad, contrataron a un corito de guitarra, órgano y cantante para que, al menos, tuviera música.  La vecinas hicieron una colecta y le compraron la corona de flores de plástico más barata que encontraron en El Machetazo.  Un primo, que se las daba de poeta, escribió un acróstico para leerlo en la misa.  Las amigas con las que hacía el One-Two para Navidad hicieron algo parecido a una Resolución de Duelo.  Todo estaba listo para el gran momento.
El corito no desafinaba, se leyeron las lecturas y cuando el sacerdote fue a dar su muy sentido discurso, pasó lo inexplicable.  La compañera de trabajo de Felicidad, que estaba sentada en la cuarta banca, justo detrás de la jefa, sufrió un ataque al corazón y murió ahí mismo sentada.  Entre ir a buscar a la enfermera que vivía en el tercer piso del edificio de al lado, concluir la misa lo más rápido posible y la llegada de los paramédicos, Felicidad pasó de protagonista a extra en su propia película.  Un curioso, que pasaba por la acera al momento que sacaban el cuerpo de la compañera, dejó entrever que tal vez ir a los entierros daba mala suerte.  Otro, creyendo que la nueva difunta no estaba muerta y la iban a enterrar, exclamó ¡Por eso yo quiero que me cremen!  Un gracioso de los que nunca faltan le gritó desde la bodega, ¡Cállate, si tu no tienes ni para enfermarte, ahora para morirte...!   Toda la solemnidad del momento, espantada por el gran coro de carcajadas, se derritió como la cera de los cirios. 
Los asistentes a la misa, aún temblorosos e impactados, fueron cogiendo rumbo para sus casas y dejaron a Felicidad tal como había llegado al mundo.  Sin música y sin flores, eternamente acompañada por un sueño no cumplido. 

lunes, 23 de abril de 2012

¿Para qué sirve la poesía? (Pregunta retórica para el Presidente y los Honorables Diputados)



Hay infinidad de respuestas para esta vieja pregunta.  De entre mis favoritas de un foro de internet están:

- Para hacer que ciertas chicas dejen a sus novios y vengan a jugar con
uno...
- Si es poesía no sirve para nada. Si es una cuchara, para tomarse la
sopa.
- En este momento estoy por andar a un paseo en bicicleta. La poesía me sirve para sentir el viento en el rostro, por ejemplo.

Para una persona que nunca ha estado en contacto con la poesía, la poesía no tiene ningún valor.  Pero quién no ha estado en contacto con la poesía.  Alguna vez habrá entrado a un baño de un bar y habrá leído esos inmortales versos “Orine feliz, orine contento, pero por favor, orine dentro”.  Alguna vez habrá ido a un cementerio y habrá leído la lápida que, impertérrita anuncia “Que tengas tanta paz como descanso dejas”.  Alguna vez  habrá compuesto, incluso, su propia versión del Himno Nacional (alcanzamos tu abuela en bicicleta y eso).

La poesía no sirve para nada.  Tendrás sus usos prácticos.  No se me ocurre ninguno.  Ah, bueno, ejercitar la memoria.  Ehhh... habrá cifras que reflejan cuánto se hace al año publicando libros de poesía (no mucho, asumo).  También... uno puede copiarse de alguna frase y dárselas de importante....

Pero la poesía sirve para todo. Cura o agrava el mal de amores.  Muestra, enseña.  Explica.  Confunde.  Desenmadeja.  Hace pensar. Refleja.  Aclara, enturbia. Es una suerte de Mentholatum.  Hace pensar.  Provoca.  Lágrimas, risas.  Infartos.  Desnuda, cubre.  Convence. Y hace pensar.  Es un espejo, un lago, un microscopio, un telescopio.  Es una flor, una pinta de sangre.  Es un lápiz, un fusil.  Es la bola del helado.  Y no podemos vivir sin el helado.  Presidente Martinelli:  no podemos.  Pareciera que sí.  Pero no.

La poesía, el teatro, la danza, la música, somos nosotros mismos.  No podemos vivir sin alma.  Queremos estar en el escenario, no escondidos en una oscura oficina.  Necesitamos, requerimos, exigimos un política cultural, un gran proyecto de nación-cultura.  Ya lo dijo el poeta Jaime Sabines.  La poesía sirve para sacar la flor de las cenizas.




lunes, 16 de abril de 2012

HASTA EL INFINITO Y MAS ALLÁ


            Con mucho gusto acepté la misión de escribir unas cortas líneas para presentar el nuevo libro de cuentos de Lissete Lanuza.  Me dijo, así como quien no quiere la cosa, es  mi libro con los cuentos de Barcelona.  Dije, ah, sí, claro.  Los conocía, en su mayoría, en su estado original, antes de que le agregara la levadura y los pasara por el calor del horno.  Así que me interné en sus páginas y releí los cuentos que una vez habíamos compartido en la mesa de un café.

            Por supuesto, la mesa del café no tiene idea de las cosas que he descubierto.  Porque creo, amigos, que Ad Infinitum, con todo y su nombre en latín y su delicada sugerencia a la ciencia ficción, es en realidad, un libro de viajes.  Como los libros de viajes medievales.  El Medioevo era un tiempo en el que el mundo se ampliaba, y aventureros y exploradores, peregrinos y mercaderes, caballeros y misioneros, dejaron constancia de su paso por un tiempo y un lugar.  Las historias, reales o no, precisas o exageradas, llegaron a formar el imaginario de una era.  Creo que así llegó Lissete a Barcelona, en un momento en el que su propio mundo se ampliaba, lista para dejar constancia de su paso por ese tiempo y ese lugar.

            Los libros de viajes tienen características muy definidas.  Ante todo, el itinerario.  En Ad Infinitum la autora nos traza con cuidado y delicadeza una ruta que nos llevará a conocer la ciudad: Del Mercat de la Boqueria en el cuento “Mangos”, nos lleva al pueblo de Sitges, en “Disfraces”, en pleno carnaval.  Del Camp Nou, en “Tot el Camp”, pasamos por las Las Ramblas en varios cuentos, y de ahí a un improvisado viaje por París, Florencia, Viena, Zurich, y de regreso a Barcelona, en el cuento “Caminos”.  Aunque el itinerario no está predefinido, logramos seguirlo, como quien sigue un mapa animado y conseguimos internarnos en cada uno de estos lugares y descubrir sus maravillas, oler sus emanaciones, probar sus delicias y asombrarnos ante su arquitectura.

            Otro rasgo de estos libros de viaje es el orden cronológico.   Y de alguna manera, Lissete logra que veamos un arco en el tiempo, entre todos los personajes que pueblan estos cuentos.  A través de sus diferentes voces, vemos claramente y en orden, lo que significa emigrar, adaptarse, conocer, conocerse y vivir esa eterna dualidad de estar aquí y querer estar allá, estar allá y querer estar aquí.  Irse y regresar.  En cuentos como “Nostalgias”, uno de mis favoritos, este desgarro es muy palpable, y es, en sí mismo, un pequeño mapa cronológico de su experiencia. 

            Los libros de viaje también tienen algo que los identifica, y es el orden espacial.  No es solo el tiempo, es especialmente el espacio, su descripción e incorporación al relato lo que los convirtió en un documento tan popular y de tanta relevancia.  Y he aquí otra vez, que la autora, con cota de mallas y  yelmo, nos describe en cada cuento, una pequeña porción de Barcelona, nos muestra una Polaroid del paisaje.  Especialmente en el último cuento, titulado “Historias”, podemos ver Barcelona a través de los ojos de sus artistas, ya sea describiendo la locura de piedra de Gaudí en La Pedrera o La Casa Batlló; la visión surreal del ambiente desde la óptica de Dalí; las señas dejadas por Mercé Rodoreda en la Plaça del Diamant; los caminos llenos de hojas amarillas y huellas de Machado, en la voz de Serrat. 

            Una cosa más.  Los libros de viaje siempre hacían referencias a los “mirabilia”, las maravillas, las cosas insólitas e increíbles que poblaban las tierras incógnitas del este.  A pesar de que Barcelona es una ciudad llena de maravillas y que están muy bien descritas como he dicho anteriormente, creo que nuestra autora se dedica en particular a mostrar las maravillas internas de sus personajes.  La gran incapacidad para comunicarse del hombre de “Ella y Él”; la fortuita construcción de una amistad que así como llega se va en “El bus”; la seca decepción amorosa de la chica de “Medias Verdades”; los agudos e increíblemente distintos ángulos de los partipantes en una historia de infidelidad en otro de mis favoritos “Instantes en el Tiempo”. La maravilla del ser humano: real, desnuda, sin almíbares. 

            Para terminar, ahora no como un libro de viajes, si no como un Road Trip Movie, los personajes parten de punto A a punto B y en el camino sufren una transformación.  Y al final, lo importante no es el tiempo, ni el escenario, ni siquiera lo que ven o les sucede.  Lo importante es el viaje en sí.

            Lissete realizó este viaje.  Por fuera, tomó un avión y vivió un año en una intensa y extraordinaria ciudad. Barcelona guió su mano, tal vez como guió la de Ricardo Miró cuando desde ahí escribió Patria en 1909.  Por dentro, agudizó sus sentidos, se despojó de cosas inservibles, se convirtió en una narradora madura, sobresaliente, aguda . Ad Infinitum, que, debo recordarles, es su segundo libro de cuentos publicado, es un libro redondito. Un libro en el que el lector también tiene que realizar un viaje.  Un viaje a las profundidades del ser humano.  Un viaje, como dice Buzz Lightyear, hasta el infinito y más allá. 
           

lunes, 26 de marzo de 2012

Emoticones

La Asamblea Anual de Emoticones Unidos terminó como siempre.  Unos llorando a cántaros, otros rojos de la rabia, aquellos riendo a carcajadas y los más, queriendo disimular sus verdaderos sentimientos.  Hasta el otro año, señores, gritó uno despidiéndose con la mano.  El diablo, el ángel e incluso el extraterrestre partieron volando, deseando secretamente que no volvieran a citarlos mas a perder el tiempo.   El Emoticón Presidente, con su eterna sonrisa sin dientes, dio por terminada la reunión, auguró mejores días para la agrupación y firmó el acta con dos puntos y un paréntesis.  Al partir, uno torció la boca y dijo, “Cada día nos parecemos más a los humanos”.

jueves, 8 de marzo de 2012

MANI - PEDI


               Llego al salón de belleza, como tantas veces.  Hola, ¿habrá alguien para mani y pedi?  Claro, me dicen, y me sientan.  Y mientras la chica se afana en buscar el agua y arreglar sus cosas, pasan muchas preguntas por mi cabeza.  ¿Cómo puedo sacar hora y media para esto con todas las cosas que tengo que hacer? ¿Me pasará como tantas veces que salgo por la puerta del salón y me tengo que dar media vuelta para que me arreglen una uña que me acaban de pintar? ¿Traje algo para leer? ¿Tiene suficiente batería mi celular? ¿Rojo? ¿Violeta? ¿Azul? ¿French? ¿Naranja?

            Poco a poco me logro concentrar en un tema que me apasiona:  los nombres de los colores de los pintauñas.  ¿Quién les pondrá esos nombres?  Y más importante aún, ¿podré alguna vez yo conseguir ese trabajo?  Para decidir qué color me voy a poner tengo que saber cómo se llaman.  Y así logro entenderlos.  Porque cada nombre es un pequeño cuento corto, una microficción tan sugerente que me hace imaginar una historia.  Entre los de OPI están “I’m not really a Waitress”, “Red My Fortune Cookie”, “Bubble Bath”, “My Chihuahua Bites”, “Save Me” y mi favorito, el que estoy usando hoy, el que me pongo porque me recuerda el carro de mi abuelo, “Smitten with Mittens”. 

            Mi historia de amor con este color nació una Navidad, cuando, como todos los años, tenía que pintarme las uñas de rojo.  Porque era Navidad.  Había un color, un rojo, oscuro y tentador, una pequeña botellita de sangre brillante y escarchada.  Tenía pequeñas partículas que lo hacían especialmente festivo y yo, unos dólares extra en la cartera.  Así que compré la botellita mágica.  Al usarlo por primera vez, el hámster que da vueltas en mi cabeza empezó a girar rápido y más rápido.  Algo había en esta pintura, algo que me hacía pensar en tiempos lejanos y mejores.  Poco a poco fui levantando las capas de polvo y memorias y ahí estaba, brillante y enorme, el Buick de mi abuelo.  Era igual, era la misma sensación que producía la pintura, con pequeños destellos de luz que solo se pueden observar si uno mira la carrocería al sol y muy de cerca.  Solo que el Buick era azul y mis uñas rojas.  Pero eran exactamente iguales.  Entonces pasó.  Viajé a mis cinco años y me encontré parada frente a la parte trasera del auto de mi abuelo Claudio, trazando con el dedo las letras plateadas sobre la puerta del maletero.  B – U – I – C – K .  Letra por letra, pero sin poder decir la palabra, porque no sabía cómo pronunciar la combinación ck.  Fue un viaje en el tiempo a través del color y la textura, sin la ayuda de absolutamente ningún psicotrópico. 

            El día que uno se hace manicure, se lo pasa mirándose las manos.  Porque la sensación te perdura por horas y horas.  El color está brillante, los bordes perfectos, las puntas redondeadas.  Uno quiere firmar en el banco, manejar, saludar dando la mano.  Uno definitivamente no quiere fregar, cambiar una llanta, lavar unas zapatillas.  Uno se un siente un poquito una  reinita.  Es una pequeña alegría que dura 24 horas.  A veces el color es tan alegre que la alegría dura una semana.  A veces cometes un error con el color y no encuentras cuándo cambiarlo. Ah, pero el día que uno se hace pedicure, ese es el día de las sandalias.  Mirarse los pies y ver diez pequeñas gotas de color que miran de vuelta y sonríen.  Ese es un día feliz.

            Un día leí de Desmond Morris, que el blush, el lipstick y el color de uñas se usam porque la sangre enrojece nuestras mejillas, labios y uñas durante la excitación sexual.  Así que, básicamente, al fingir el color, fingimos nuestra disposición para el sexo.  ¿Cierto? ¿Falso? No sé.  A mi me parece probable.  Tal vez por eso los azules, amarillos, verdes son lindos, sí, pero nunca son sexy.  No son, digamos, saludables.  Cuando leí eso, muy joven, decidí no pintarme jamás, para no enviar señales confusas al sexo opuesto.  Esta determinación me debe haber durado aproximadamente dos horas, porque no recuerdo haber dejado de maquillarme nunca.  Algo es cierto.  Esa hora y media sacada del horario de locos de mi vida, cada dos semanas y esas pequeñas alegrías que me miran desde la punta de mis sandalias, hacen de mi insignificante vida, una vida más feliz. 

            

viernes, 10 de febrero de 2012

EL CUENTO

Se enfrentó a la página en blanco con la terrible certeza del que no tiene nada que decir.  Escribir por encargo, una historia ajena, lejana, incontable.  No conocía al protagonista, un chico joven, estadounidense, un poco afeminado pero no lo suficiente, que oía música pop y quería viajar.  Quién carajo era ese tipo.  No lo conocía, no sabía a dónde iba en ese viaje en tren, ni por qué, ni dónde estaría su redención.  Pero de todas formas, el chico se subió en la estación del pueblo vecino y empezó  a desplazarse haciendo una elipsis perfecta entre el principio de esa descabellada carrera y su fin.  A ella se le ocurrió al pensar en lo de la elipsis que el movimiento del viaje sería de translación, pero también, de alguna manera, de rotación.  Al chico le gustó la metáfora planetaria y la saludó desde su ventana.
Ella lo volvió a mirar.  Era, más que blanco, transparente y su cabello tenía el color y la textura de un saco de henequén.  Era alto, tanto que las piernas no le cabían en el asiento y las rodillas quedaban por encima de su cintura cuando se sentaba, incómodo, conectado a su Ipod y con un libro entre las manos.  ¿Qué leía?  Ella no lo sabía aún, pero sabía que escuchaba Lady Gaga, tal vez con un poco de verguenza.  Quería viajar, igual que ella quería viajar.  Quería perderse, igual que ella.  Quería aprender, eclosionar, cambiar de vida.  Como ella.  Empezó a sentir que lo conocía. 
Le pareció que era un buen momento para que se bajara.  En la próxima estación, pensó.  El chico asintió, cerró su libro y se dispuso a bajar.  Pero lo pensó mejor.  En esta no, en la próxima.  Ella insistió, aquí, en esta.  No.  El se sentó de vuelta y su flaca humanidad se aferró al asiento con toda la terquedad de sus diecisiete años.  La misma terquedad con la que había convencido a sus papás de hacer este viaje en tren.  Ella lo pensó un poco.  Se distrajo con el teléfono y cuando regresó, el chico estaba aún ahí, decidido a esperar un poco más para bajarse.  Ella empezó a pensar que tal vez era buena idea dejarlo hacer lo que quisiera, total, este era el año en el que había aprendido a no tratar de controlarlo todo, porque al final, las cosas siguen su propio rumbo y el único frustrado termina siendo uno. 
El chico le sonrió de medio lado y miró hacia afuera.  No se veía otra cosa que maíz, o trigo, o algún grano de esos que crecen en el midwest.  Ella lo imaginó en su escuela con un tremendo gimnasio, piscina, teatro, biblioteca.  Lo imaginó solo y con amigos, estudiando y perdiendo el tiempo, siendo una estrella y un marginado.  Lo imaginó en una linda casa, cada uno con su cuarto, internet, cable.  Lo imaginó en un pequeño apartamento, con vecinos ruidosos, ambulancias y radiopatrullas.    No podía decidir.  El la miró otra vez, con una mirada que parecía decir, no importa quien fui, solo importa quien soy.  Ella quiso decirle que necesitaban conocerse antes de entablar una relación tan estrecha.  Él le tapó la boca.  Luego de la sorpresa inicial, ella permitió poco a poco que sus músculos se relajaran.  Miró hacia afuera y pudo ver el cielo más azul del mundo.  Le tomó la mano al chico y aspiró el olor a máquina, a gente, a planicie.  Decidió quedarse y hacer el viaje también. 
Tal vez este cuento tenga futuro, pensó.


martes, 3 de enero de 2012

Pérez


Soy Pérez.  Igual que miles de millones de personas en el mundo.  Es más, soy Isabel Pérez.  Igual que cientos de millones de personas en el mundo.  Peor aún, mi segundo nombre es María, y mi segundo apellido es Vásquez.  Igual que el de millones de personas en el mundo.
Y sin embargo, yo, que adoro las diferencias, celebro tener un nombre tan común. Simplemente porque eso me convierte en una humana clásica. 
Lo de Pérez me viene de parte paterna, por supuesto, pero eso quiere decir también que me viene de parte cubana.  O sea que sí, mi familia Pérez, es la Familia Pérez de la novela de Christine Bell (y de la película esa con Marisa Tomei, Alfred Molina y Anjelica Houston, dirigida por Mira Nair).  Soy un miembro más de la multitud de Pérez que hacen exclamar al inspector de aduana “Sí, sí, todos son Pérez”. 
Luego del consabido chiste de Trespatines de que Pérez es el apellido más antiguo del mundo, porque Dios le dijo a Adán que Perez-serás, viene la explicación histórica.  Pérez es un apellido patronímico, igual que muchos con la terminación –ez, que quiere decir hijo de, hijo de Pero o Pedro en esta ocasión.  La tradición indica que los primeros en llevar este apellido fueron judíos serfardíes conversos, y hay información de su uso que data de del siglo 14. 
Cuando uno se apellida Pérez, uno igual se pudiera apellidar Apellido.  Isabel Apellido.  Juan Pérez es el equivalente a John Doe en inglés, un cualquiera, un desconocido.  Cuando alguien a mi lado cuenta algo y dice “Y el tipo llegó y se llamaba, no sé, Juan Pérez, pongámosle...”, yo les contesto sin dudar, ¿y por qué no le ponemos Juan TuApellido, mejor?  Sólo por joder, por supuesto, solo por darle relevancia al tema, no porque me importe, pues ya he dicho que me gusta ser Pérez.  Porque claro, yo no soy una Pérez cualquiera, soy una Pérez a secas. 
Piense en todos los Pérez famosos que conoce.  Todos son Pérez-Algo.  Arturo Pérez Reverte, Benito Pérez Galdós, Ernesto Pérez Balladares, el tal Pérez Hilton, qué se yo.  Muy pocos somos Pérez a secas.  Es como si el Pérez fuera una preposición, o necesitáramos adornarlo con algo, con una calcomanía de mariposas con escarcha. 
Yo uso mi apellido de casada.  Burgos.  Es un lindo apellido, es el apellido de mis hijos y es simple, claro y tiene una carga castiza e histórica linda.  Pero Pérez es limpio, luminoso, es un apellido despojado de todo el polvo y paja que se le pudo pegar de tanto andar por los siglos.  Apellidarse Pérez es apellidarse Humano y decir, como el sabio griego Bías de Pirene, cuando le vinieron a avisar que huirían de la ciudad por un asedio y que debía recoger todas sus cosas, “Omnia mea mecum porto”, es decir, “Todo lo que me pertenece, lo llevo conmigo”.