jueves, 2 de agosto de 2012

Del Plato Astillado a Sartre

El otro día me senté a almorzar y noté que uno de mis platos soperos estaba astillado.  Ya saben, en el borde, como si  la pintura se hubiera levantado llevándose consigo un poco de cerámica.  Inmediatamente mi abuela tomó posesión de mi lengua y dijo a través mío “este plato hay que botarlo”. Y luego, vinieron solas, las palabras, las que decía siempre que notaba uno de sus platos astillados: “eso trae miseria”.

¿What? ¿Eso de dónde salió? ¿Quién dijo esas palabras? Y más importante aún... ¿Qué quieren decir?

Que mi abuela, maestra al igual que mi abuelo, decidiera desechar un artículo que aún conservaba su valor utilitario es algo tan fuera de su carácter que me hace dudar de mi recuerdo.  Mis abuelos vivieron las dos guerras mundiales, sufrieron escasez, vivían frugalmente.  Las cosas se arreglaban, no se botaban con la rapidez que lo hacemos ahora.  La pollera de mi abuela, hecha por sus cuñadas en los años cuarenta, no tiene la segunda manga porque no había suficiente tela de hilo en Panamá.  Mi abuelo borró, de tanto usarlas, las letras de su máquina de escribir, y para recordar el orden del teclado (escribía, a toda velocidad con sus dos índices), recortaba letras de revistas y periódicos y las pegaba sobre las pesadas teclas negras.

¿Entonces por qué ese afán en botar los platos por un insignificante astillado? La tela que cosía (su ropa, nuestros vestidos, las cortinas) la usaba hasta las últimas consecuencias.  Hasta las tiritas que quedaban por ahí las usaba para hacerme unas trenzas tan apretadas que me dejaba china y que cuando se soltaban al final del día me daban el alivio más grande que he sentido en mi vida.

Eso trae miseria, así decía.  No era por superstición, de eso estoy segura. No cabía en su cabeza, lógica y pragmática, nada que no fuera científico o al menos, probado por la experiencia.  Era otra cosa: era una advertencia.  Era la advertencia de tener la puerta cerrada a la desidia.  Era una luz amarilla ante la posibilidad de empezar a coleccionar cosas ligeramente deterioradas, aunque aún útiles. ¿Por qué?  Porque de alguna manera empezamos a permitir en nuestras vidas cosas así y luego, poco a poco, todo está ligeramente deteriorado...  Si o no que alguna vez se han parado en un rincón de sus casas, han mirado todo con ojos nuevos y han pensado: ¿Esto cómo llegó a ponerse así? Las esquiniitas peladas, las paredes manchaditas, los tapices rayados casi imperceptiblemente, pero pronto, todo junto, da una sensación de deterioro, de venido a menos, de tristeza.  ¿Adivinen como empezamos a permitir ese estado de cosas?  ¡Cuando dejamos en la pila de platos el que estaba astillado!

Es extraño, ni un pedacito de tela se desperdiciaba, con ellos hizo hermosas colchas para la casa de la finca.  Los cordones viejos los partía y usaba para amarrar los cartuchos de basura.  Me enseñaron a forrar cuadernos con billetes de lotería y papel periódico.  ¿Pero un plato astillado? ¡A la basura!  Tal vez porque no hay manera de arreglar un plato astillado.  Tal vez porque es una pequeña manifestación de dignidad de alguien que reutiliza todo y decide desechar algo.  Tal vez simplemente porque mi abuela era muy sabia y así mismo como decía, uno no debe abrir la puerta a la tentación, pensaba que no había que abrirle la puerta a la desidia.

Quizás este sea un tema extemporáneo en esta época en la que nos han tenido que enseñar, otra vez a reutilizar las cosas.  Pero no se trata de eso.  Se trata de encontrar ese pequeño gesto que abre la puerta a un mundo, que deja salir un dragón.  Si uno es las decisiones que toma, incluso las pequeñas decisiones como desechar un plato, me siento un poco presionada, eh.  Así que un día a la vez.  Empecemos por tratar de ver las cosas no tanto por lo que son, si no por lo que significan.