Este cuento pertenece a los
Misterios Sacros de Segunda Persona,
pero no hizo el corte final para su publicación.
Se los muestro igual. ;)
Hay gente que, simple y llanamente, nació para cantar. Eso, el resto de las personas no lo soporta. Porque cantar no es como trabajar. Cantar no es contestar el teléfono. Cantar no es cocinar. Cantar no es ni siquiera como leer las lecturas. Cuando alguien nació para cantar, se sabe que es un elegido.
Además, la gente que nació para cantar disfruta cantando. Nadie nació para contestar el teléfono, eso fue algo que le tocó hacer, simplemente. Tal vez lo disfrute, tal vez no, pero de seguro no nació para ello.
Usualmente, la padra no soporta que alguien realice un trabajo en la iglesia y lo disfrute. Eso la hacer ver mal. Por lo tanto, la padra persigue incansable e inmisericordemente a los cantantes. “¡Esa canción no es litúrgica! ¡El padre quiere la lista de las canciones una semana antes! ¡No toquen instrumentos de percusión en Adviento! ¡Canten algo menos alegre! ¡Canten algo más alegre!” Incluso, como es la dueña del micrófono, su voz resuena en todas las bocinas (en otro tono), lo que descalabra a los cantantes y los hace retorcerse en sus asientos.
También hay quienes se hacen pasar por cantantes. Supongo que alguna vez habrán oído hablar de los falsos profetas. Estén alerta, los tiempos están cerca. Ellos están entre nosotros y están con el micrófono en la mano.
Pero los cantantes no pueden hacer nada al respecto. Ellos nacieron para cantar. Hay un poder superiorísimo que los dirige. No hablamos ya del sacerdote, de la comunidad de los santos, de los fieles difuntos. Hablamos de uno que conocía al cantante desde el vientre de su madre, lo tocó con su dedo poderoso y lo consagró. Ese tipo de vínculo no puede ser roto por nadie en esta tierra.
Por eso, la eterna batalla entre los cantantes y la padra es una batalla perdida. Porque siempre llegará el momento en el que un fiel, emocionado hasta las lágrimas por un vibrato, se concentre un segundo en su oración y haga de su ida a la iglesia un verdadero acto de fe.