Miró con desconfianza el girasol
que se abría frente a él en la mesa del café. Nunca le habían gustado esas flores escandalosas,
descaradas, ridículamente alegres. Una flor que se movía con el sol era casi un
animal. Se trataba de un
Helianthus annuus. Sonrió al pensar que esa era una de las tantas cosas suyas
que sacaban de quicio a su mujer.
Que él poseyera ese tipo de información, totalmente inútil y además
tuviera la urgencia de compartirla.
A ella le encantaban los girasoles, desde que una quiromántica en Cuba
le había dicho que debía tenerlos siempre en su casa para alejar a los malos
espíritus, vibraciones, lo que fuera.
Claro, él tenía información verídica y comprobable que compartir, pero
ella prefería creer tonterías espiritistas de una perfecta desconocida con turbante
blanco. Pensó en ella, en su
mujer, y sintió un calorcito por dentro.
Le tomó una foto al girasol y se la mandó con la frase “Un Helianthus
annuus para que alejes los malos espíritus”. Ella le devolvió un emoticón con
los ojos entrecerrados, cosa que el interpretó como que había entendido el
chiste. Luego se enviaron, a la
vez, corazones de colores diferentes.
Jamás coincidían en nada.
Cómo se soportaban era un misterio. Tal vez porque se turnaban para uno ser el sol y el otro,
una flor/animal que brillaba descaradamente ante su luz.