lunes, 30 de abril de 2012

La hija de Otelo y Desdémona

Esta soy yo.



Esta es la senadora colombiana Piedad Córdoba.


Ayer un señor me detuvo en la calle para preguntarme si yo era ella. Yo no la recordaba en ese momento, pero el señor me lo dijo tan entusiasmado y lleno de motivo que luego la busqué en google.   
Bueno, sí, ambas tenemos dos ojos, una nariz, una boca... pero no creo que nos parecemos como para que alguien nos confunda.

Aparte de que soy muuuucho menor que la distinguida senadora (!!!¡¡¡) y de que ella usualmente lleva un elegante turbante (lo digo en serio, creo que es súper elegante), y de que me parece muy guapa, hay algo en lo que particularmente quiero centrar mi atención: ella es una mulata.  Y yo... soy... una... mestiza. Mulata. Whatever. 

Ok.  Crisis de identidad a estas alturas.  

En Cuba hace poco me preguntaron:
- Y tu papá, el cubano, ¿era blanco?
- Sí, sí, era blanco, descendiente de españoles, es más sus hermanas eran rubias y de ojos verdes.
- Ah... entonces tu mamá, la panameña, ¿es negra, como tú?
Hmmm... ¿Mi mamá es negra? ¿Yo soy negra también? Eso nunca lo había contemplado... Esta es mi mamá.


En Cuba también me dijeron que yo era mulata.  Yo dije, ah sí, mulata claro, y luego corrí a buscar qué era mulata porque todas esas pequeñas sombras entre mulato, mestizo, zambo, criollo y esas categorías siempre se me han difuminado en una línea delgada e imaginaria.  Cada vez que alguien me pregunta, refiriéndose a otra persona... “¿El es uno así, quemadito, canelita, café con leche, trigueño, moreno?”, no sé qué responder.  Porque a menos que la gente sea francamente blanca o francamente negra, todo el resto de las combinaciones me parecen iguales. Y termino respondiendo, “sí, sí, es uno así como de mi color.”

Mulato viene de mulo.  (Estupor y pausa).  Resulta de la combinación de una persona de raza blanca y una persona de raza negra.  Hmm... Mi papá era blanco sí, y hasta donde sabemos sus ascendientes también (hasta donde sabemos).  Mi mamá es ella misma mulata, porque mis abuelos eran ambos, no sé, mulatos, mestizos, mezclados, cholos, indios, blancos, negros, guacho racial que se va hasta los mil quinientos, o, como diría la publicidad estatal de turismo de los 70s, “crisol de razas”. 
Zambo es la combinación de un negro con un amerindio.  Mestizo es la combinación entre un blanco y un amerindio.  Este enredito de razas, lo tomó muy en serio la corona española, que dictaminó un sistema de castas para proteger su patrimonio.


Castas de origenCasta resultante
EspañolIndígenamestizo
IndioNegrazambo
NegroZambazambo prieto
BlancoNegramulato
MulataBlancomorisco
EspañolMoriscaalbino
AlbinoBlancosaltatrás
IndioMestizocoyote
BlancoCoyoteharnizo
CoyoteIndiochamizo
KoreanoIndiacambujo
CambujoIndiatente en el aire
MulatoTente en el airealbarasado
(Fuente wikipedia)

Quinientos años después es imposible - IM PO SI BLE- distinguir cambujo de chamizo, albarasado, de saltatrás.  Pero, ¡un momento! Me olvidaba de CSI.

Hace cinco años, el Instituto del DNA y del Genoma Humano de la Universidad de Panamá inició un estudio para determinar cómo está compuesto nuestro fondo común de genes, es decir, qué proporción genética hemos heredado de cada una de las razas que a lo largo de 500 años han vivido en Panamá.
Los resultados sorprendieron a los investigadores: la población general del país tiene un gran 39.4% de genes de origen indígena, un 29.4% de genes de origen negro y un 31.2% de origen blanco.”

(Fuente La Prensa, 12 de octubre de 2002)



Así que todo este tiempo yo tenía razón. Por eso todo el mundo me parece del mismo color. A menos que seas francamente blanco o francamente negro o francamente chino o francamente de otra raza, entras en el gran pot de los 40% indígena, 30% negro y 30% blanco. Sí me parezco a Piedad Córdoba. Compartimos genes. Solo nos separa una frontera imaginaria y algunos ancestros que vinieron en naos diferentes. O tal vez en las mismas.

¿A qué raza pertenezco? A ninguna. A todas. A la raza del guacho de rabito, chorizo, carne, pollo, frijoles, tomate, arroz, cebolla, culantro que es la población americana. A la raza que termina sus escritos con una referencia a la comida. A la raza que usa joyería nativa, siente una nostalgia inexplicable de España, se le estruja el corazón con el violín y el repicador, y se siente extrañamente reivindicada en las historias de los palenques y los cimarrones. A la raza que tiene por principio erradicar el concepto de raza.

jueves, 26 de abril de 2012

Uno siempre va a su entierro


Uno siempre va a su entierro.  Sin saberlo, sin pensarlo.  Uno siempre va a su entierro.  ¿Las flores que mandas?  Son las flores de tu entierro.  ¿Las oraciones que elevas?  Son para el descanso de tu alma inmortal.  Cuando das el pésame, cuando eliges con cuidado no ponerte nada de color, lo haces también, un poco, para tu entierro.
Con esa filosofía vivió Felicidad.    Y por eso asistió a todos los entierros que pudo.   Desde chica, cuando caminaba las seis cuadras que separaban la escuela de su casa, pasaba frente a la iglesia y se detenía si encontraba la carroza fúnebre afuera.  Al principio con miedo, pero luego con mucha expectativa entraba, revisaba el libro de las firmas para ver si había mucha o poca gente, caminaba con cuidado por un costado de la iglesia, comprobaba si conocía a alguno de los asistentes, esperaba el momento de la paz o la comunión y se asomaba al cajón.  Ahí, miraba al difunto con una mezcla de curiosidad, compasión y horror: los pedacitos de algodón que asomaban de sus fosas nasales, la máscara mortuoria del maquillaje, el encaje del cuello enjuto. 
Cuando estaba sola, Felicidad soñaba con un gran sepelio.  Uno en el que sobraran las flores, con música de violines, grandes discursos y cantidades monumentales de gente.  Se imaginaba a su familia llorando desconsolada, a las vecinas, todavía impresionadas por la noticia, hablando de la última vez que la vieron.  Pensaba que su compañera de trabajo compraría su fecha al revés y al derecho y quizás hasta el número de su tumba.  Pero ella no se lo mandaría, qué va, para qué, ¿para que se lo diera todo al pendenciero del marido?  Felicidad atesoraba esos momentos en los que se imaginaba el centro de atención, la protagonista, sus quince minutos de fama.
El día que murió, de improviso y sin alharaca, sus hermanas planificaron un entierro sencillo, como correspondía a alguien de su condición económica.  Sus amigas, conociendo el secreto deseo de Felicidad, contrataron a un corito de guitarra, órgano y cantante para que, al menos, tuviera música.  La vecinas hicieron una colecta y le compraron la corona de flores de plástico más barata que encontraron en El Machetazo.  Un primo, que se las daba de poeta, escribió un acróstico para leerlo en la misa.  Las amigas con las que hacía el One-Two para Navidad hicieron algo parecido a una Resolución de Duelo.  Todo estaba listo para el gran momento.
El corito no desafinaba, se leyeron las lecturas y cuando el sacerdote fue a dar su muy sentido discurso, pasó lo inexplicable.  La compañera de trabajo de Felicidad, que estaba sentada en la cuarta banca, justo detrás de la jefa, sufrió un ataque al corazón y murió ahí mismo sentada.  Entre ir a buscar a la enfermera que vivía en el tercer piso del edificio de al lado, concluir la misa lo más rápido posible y la llegada de los paramédicos, Felicidad pasó de protagonista a extra en su propia película.  Un curioso, que pasaba por la acera al momento que sacaban el cuerpo de la compañera, dejó entrever que tal vez ir a los entierros daba mala suerte.  Otro, creyendo que la nueva difunta no estaba muerta y la iban a enterrar, exclamó ¡Por eso yo quiero que me cremen!  Un gracioso de los que nunca faltan le gritó desde la bodega, ¡Cállate, si tu no tienes ni para enfermarte, ahora para morirte...!   Toda la solemnidad del momento, espantada por el gran coro de carcajadas, se derritió como la cera de los cirios. 
Los asistentes a la misa, aún temblorosos e impactados, fueron cogiendo rumbo para sus casas y dejaron a Felicidad tal como había llegado al mundo.  Sin música y sin flores, eternamente acompañada por un sueño no cumplido. 

lunes, 23 de abril de 2012

¿Para qué sirve la poesía? (Pregunta retórica para el Presidente y los Honorables Diputados)



Hay infinidad de respuestas para esta vieja pregunta.  De entre mis favoritas de un foro de internet están:

- Para hacer que ciertas chicas dejen a sus novios y vengan a jugar con
uno...
- Si es poesía no sirve para nada. Si es una cuchara, para tomarse la
sopa.
- En este momento estoy por andar a un paseo en bicicleta. La poesía me sirve para sentir el viento en el rostro, por ejemplo.

Para una persona que nunca ha estado en contacto con la poesía, la poesía no tiene ningún valor.  Pero quién no ha estado en contacto con la poesía.  Alguna vez habrá entrado a un baño de un bar y habrá leído esos inmortales versos “Orine feliz, orine contento, pero por favor, orine dentro”.  Alguna vez habrá ido a un cementerio y habrá leído la lápida que, impertérrita anuncia “Que tengas tanta paz como descanso dejas”.  Alguna vez  habrá compuesto, incluso, su propia versión del Himno Nacional (alcanzamos tu abuela en bicicleta y eso).

La poesía no sirve para nada.  Tendrás sus usos prácticos.  No se me ocurre ninguno.  Ah, bueno, ejercitar la memoria.  Ehhh... habrá cifras que reflejan cuánto se hace al año publicando libros de poesía (no mucho, asumo).  También... uno puede copiarse de alguna frase y dárselas de importante....

Pero la poesía sirve para todo. Cura o agrava el mal de amores.  Muestra, enseña.  Explica.  Confunde.  Desenmadeja.  Hace pensar. Refleja.  Aclara, enturbia. Es una suerte de Mentholatum.  Hace pensar.  Provoca.  Lágrimas, risas.  Infartos.  Desnuda, cubre.  Convence. Y hace pensar.  Es un espejo, un lago, un microscopio, un telescopio.  Es una flor, una pinta de sangre.  Es un lápiz, un fusil.  Es la bola del helado.  Y no podemos vivir sin el helado.  Presidente Martinelli:  no podemos.  Pareciera que sí.  Pero no.

La poesía, el teatro, la danza, la música, somos nosotros mismos.  No podemos vivir sin alma.  Queremos estar en el escenario, no escondidos en una oscura oficina.  Necesitamos, requerimos, exigimos un política cultural, un gran proyecto de nación-cultura.  Ya lo dijo el poeta Jaime Sabines.  La poesía sirve para sacar la flor de las cenizas.




lunes, 16 de abril de 2012

HASTA EL INFINITO Y MAS ALLÁ


            Con mucho gusto acepté la misión de escribir unas cortas líneas para presentar el nuevo libro de cuentos de Lissete Lanuza.  Me dijo, así como quien no quiere la cosa, es  mi libro con los cuentos de Barcelona.  Dije, ah, sí, claro.  Los conocía, en su mayoría, en su estado original, antes de que le agregara la levadura y los pasara por el calor del horno.  Así que me interné en sus páginas y releí los cuentos que una vez habíamos compartido en la mesa de un café.

            Por supuesto, la mesa del café no tiene idea de las cosas que he descubierto.  Porque creo, amigos, que Ad Infinitum, con todo y su nombre en latín y su delicada sugerencia a la ciencia ficción, es en realidad, un libro de viajes.  Como los libros de viajes medievales.  El Medioevo era un tiempo en el que el mundo se ampliaba, y aventureros y exploradores, peregrinos y mercaderes, caballeros y misioneros, dejaron constancia de su paso por un tiempo y un lugar.  Las historias, reales o no, precisas o exageradas, llegaron a formar el imaginario de una era.  Creo que así llegó Lissete a Barcelona, en un momento en el que su propio mundo se ampliaba, lista para dejar constancia de su paso por ese tiempo y ese lugar.

            Los libros de viajes tienen características muy definidas.  Ante todo, el itinerario.  En Ad Infinitum la autora nos traza con cuidado y delicadeza una ruta que nos llevará a conocer la ciudad: Del Mercat de la Boqueria en el cuento “Mangos”, nos lleva al pueblo de Sitges, en “Disfraces”, en pleno carnaval.  Del Camp Nou, en “Tot el Camp”, pasamos por las Las Ramblas en varios cuentos, y de ahí a un improvisado viaje por París, Florencia, Viena, Zurich, y de regreso a Barcelona, en el cuento “Caminos”.  Aunque el itinerario no está predefinido, logramos seguirlo, como quien sigue un mapa animado y conseguimos internarnos en cada uno de estos lugares y descubrir sus maravillas, oler sus emanaciones, probar sus delicias y asombrarnos ante su arquitectura.

            Otro rasgo de estos libros de viaje es el orden cronológico.   Y de alguna manera, Lissete logra que veamos un arco en el tiempo, entre todos los personajes que pueblan estos cuentos.  A través de sus diferentes voces, vemos claramente y en orden, lo que significa emigrar, adaptarse, conocer, conocerse y vivir esa eterna dualidad de estar aquí y querer estar allá, estar allá y querer estar aquí.  Irse y regresar.  En cuentos como “Nostalgias”, uno de mis favoritos, este desgarro es muy palpable, y es, en sí mismo, un pequeño mapa cronológico de su experiencia. 

            Los libros de viaje también tienen algo que los identifica, y es el orden espacial.  No es solo el tiempo, es especialmente el espacio, su descripción e incorporación al relato lo que los convirtió en un documento tan popular y de tanta relevancia.  Y he aquí otra vez, que la autora, con cota de mallas y  yelmo, nos describe en cada cuento, una pequeña porción de Barcelona, nos muestra una Polaroid del paisaje.  Especialmente en el último cuento, titulado “Historias”, podemos ver Barcelona a través de los ojos de sus artistas, ya sea describiendo la locura de piedra de Gaudí en La Pedrera o La Casa Batlló; la visión surreal del ambiente desde la óptica de Dalí; las señas dejadas por Mercé Rodoreda en la Plaça del Diamant; los caminos llenos de hojas amarillas y huellas de Machado, en la voz de Serrat. 

            Una cosa más.  Los libros de viaje siempre hacían referencias a los “mirabilia”, las maravillas, las cosas insólitas e increíbles que poblaban las tierras incógnitas del este.  A pesar de que Barcelona es una ciudad llena de maravillas y que están muy bien descritas como he dicho anteriormente, creo que nuestra autora se dedica en particular a mostrar las maravillas internas de sus personajes.  La gran incapacidad para comunicarse del hombre de “Ella y Él”; la fortuita construcción de una amistad que así como llega se va en “El bus”; la seca decepción amorosa de la chica de “Medias Verdades”; los agudos e increíblemente distintos ángulos de los partipantes en una historia de infidelidad en otro de mis favoritos “Instantes en el Tiempo”. La maravilla del ser humano: real, desnuda, sin almíbares. 

            Para terminar, ahora no como un libro de viajes, si no como un Road Trip Movie, los personajes parten de punto A a punto B y en el camino sufren una transformación.  Y al final, lo importante no es el tiempo, ni el escenario, ni siquiera lo que ven o les sucede.  Lo importante es el viaje en sí.

            Lissete realizó este viaje.  Por fuera, tomó un avión y vivió un año en una intensa y extraordinaria ciudad. Barcelona guió su mano, tal vez como guió la de Ricardo Miró cuando desde ahí escribió Patria en 1909.  Por dentro, agudizó sus sentidos, se despojó de cosas inservibles, se convirtió en una narradora madura, sobresaliente, aguda . Ad Infinitum, que, debo recordarles, es su segundo libro de cuentos publicado, es un libro redondito. Un libro en el que el lector también tiene que realizar un viaje.  Un viaje a las profundidades del ser humano.  Un viaje, como dice Buzz Lightyear, hasta el infinito y más allá.