jueves, 26 de abril de 2012

Uno siempre va a su entierro


Uno siempre va a su entierro.  Sin saberlo, sin pensarlo.  Uno siempre va a su entierro.  ¿Las flores que mandas?  Son las flores de tu entierro.  ¿Las oraciones que elevas?  Son para el descanso de tu alma inmortal.  Cuando das el pésame, cuando eliges con cuidado no ponerte nada de color, lo haces también, un poco, para tu entierro.
Con esa filosofía vivió Felicidad.    Y por eso asistió a todos los entierros que pudo.   Desde chica, cuando caminaba las seis cuadras que separaban la escuela de su casa, pasaba frente a la iglesia y se detenía si encontraba la carroza fúnebre afuera.  Al principio con miedo, pero luego con mucha expectativa entraba, revisaba el libro de las firmas para ver si había mucha o poca gente, caminaba con cuidado por un costado de la iglesia, comprobaba si conocía a alguno de los asistentes, esperaba el momento de la paz o la comunión y se asomaba al cajón.  Ahí, miraba al difunto con una mezcla de curiosidad, compasión y horror: los pedacitos de algodón que asomaban de sus fosas nasales, la máscara mortuoria del maquillaje, el encaje del cuello enjuto. 
Cuando estaba sola, Felicidad soñaba con un gran sepelio.  Uno en el que sobraran las flores, con música de violines, grandes discursos y cantidades monumentales de gente.  Se imaginaba a su familia llorando desconsolada, a las vecinas, todavía impresionadas por la noticia, hablando de la última vez que la vieron.  Pensaba que su compañera de trabajo compraría su fecha al revés y al derecho y quizás hasta el número de su tumba.  Pero ella no se lo mandaría, qué va, para qué, ¿para que se lo diera todo al pendenciero del marido?  Felicidad atesoraba esos momentos en los que se imaginaba el centro de atención, la protagonista, sus quince minutos de fama.
El día que murió, de improviso y sin alharaca, sus hermanas planificaron un entierro sencillo, como correspondía a alguien de su condición económica.  Sus amigas, conociendo el secreto deseo de Felicidad, contrataron a un corito de guitarra, órgano y cantante para que, al menos, tuviera música.  La vecinas hicieron una colecta y le compraron la corona de flores de plástico más barata que encontraron en El Machetazo.  Un primo, que se las daba de poeta, escribió un acróstico para leerlo en la misa.  Las amigas con las que hacía el One-Two para Navidad hicieron algo parecido a una Resolución de Duelo.  Todo estaba listo para el gran momento.
El corito no desafinaba, se leyeron las lecturas y cuando el sacerdote fue a dar su muy sentido discurso, pasó lo inexplicable.  La compañera de trabajo de Felicidad, que estaba sentada en la cuarta banca, justo detrás de la jefa, sufrió un ataque al corazón y murió ahí mismo sentada.  Entre ir a buscar a la enfermera que vivía en el tercer piso del edificio de al lado, concluir la misa lo más rápido posible y la llegada de los paramédicos, Felicidad pasó de protagonista a extra en su propia película.  Un curioso, que pasaba por la acera al momento que sacaban el cuerpo de la compañera, dejó entrever que tal vez ir a los entierros daba mala suerte.  Otro, creyendo que la nueva difunta no estaba muerta y la iban a enterrar, exclamó ¡Por eso yo quiero que me cremen!  Un gracioso de los que nunca faltan le gritó desde la bodega, ¡Cállate, si tu no tienes ni para enfermarte, ahora para morirte...!   Toda la solemnidad del momento, espantada por el gran coro de carcajadas, se derritió como la cera de los cirios. 
Los asistentes a la misa, aún temblorosos e impactados, fueron cogiendo rumbo para sus casas y dejaron a Felicidad tal como había llegado al mundo.  Sin música y sin flores, eternamente acompañada por un sueño no cumplido. 

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