viernes, 30 de septiembre de 2011

Cosas que quedan por decir

Que me llevo un bloc de páginas en blanco que nunca podré escribir.

Que te devuelvo tu llave, ya no sirve.  La cerradura se dañó para siempre.

Que el reflejo en el espejo tiene ahora una mirada que no logro descifrar.  Tal vez porque sabe algo que no sé.

Que mi sombra me persigue con mas ahínco, y a las doce, cuando desaparece bajo mis pies, me dice cosas que no entiendo.

Que a las palabras les faltan letras. 

Que no olvides pagar el agua, la luz y el teléfono y alimentar la planta carnívora del jardín.

Que he empacado cosas tuyas que jamás te devolveré. 

Que lo que no encuentres, ya sabes dónde buscarlo.

Que te dejo un huracán, un frasquito de momentos amargos y una lista pegada al refrigerador.  Revísala.  He tratado de quitarle todo el romanticismo. Pero tal vez haya fracasado en el intento.

lunes, 19 de septiembre de 2011

LA ADUANA

(Este cuento fue publicado en la Revista de Copa)



Con el cambio de guardia, vino la marejada de viajeros. Filas y filas de seres. 
Ruidos, idiomas incomprensibles, llamadas de “pasajeros en tránsito” en las bocinas.   Desde que nuestro puesto de aduana se convirtió en el puerto de entrada al sistema planetario, no hemos tenido ni una tríada de descanso.  Ahora resulta que el turismo interplanetario es la gran cosota, la salvación de nuestras paupérrimas economías... como si alguno de estos seres, con sus turbantes de tentáculos, sus múltiples ojos y sus comidas hediondas, fueran a dejarnos algo más que basura. 
Llamé a los siguientes en fila.  Era una pareja que se camuflaba con el fondo.  Inmediatamente adquirieron el color de nuestros muebles y solo podía ver sus ojos. 
Por favor, necesito verles las caras completas, pueden no camuflarse con el fondo, gracias, ponga aquí su tentáculo izquierdo, ahora el derecho.  Gracias.  Permítame su documento de viaje.  Gracias.  Cuál es su destino final.  Gracias.  Cuál es el motivo de su viaje.  Gracias. El siguiente pasajero era una babosa intergaláctica que tenía problemas para mantenerse detrás de la raya amarilla.  Tuve que solicitar un traductor y un recipiente para contenerlo en un solo lugar.  Este trabajo me está matando.  No, en serio, me está matando, tengo 2864 diferentes bacterias en mi cuerpo, algunas aún no clasificadas.  Estoy exhausto y mi cubículo dormitorio tiene un fallo nuclear que causa cambios repentinos de temperatura que no me dejan dormir bien.  Luego de la babosa intergaláctica venía la peor pesadilla de un agente de aduana, una familia compuesta por dos seres vegetales y decenas de brotes.  Cuando terminé el absurdo trabajo de llenar un formulario para cada brotecito que aún no se ha ni despegado de su madre/padre, la vi por primera vez.  Me llamó la atención otro ser humano tan lejos de Gaia.  Hicimos contacto visual y esbozó una sonrisa de medio lado.  Estaba en otra fila, por supuesto. Lamenté mi perra suerte una vez más.  A mi me tenía que tocar la babosa intergaláctica y al tonto agente de la 15, el único ser humano del día, que además, tenía una hermosa sonrisa de medio lado. Ya empezaba yo a maldecir entre dientes y a quejarme por infinitésima vez de mi sino, cuando los planetas se alinearon y el cosmos decidió recompensarme.  Algo pasó con el tonto de la 15, le dio un faracho a alguien o algo, no sé ni me interesa, y mi supervisora, muy diligentemente empezó a colocar a los pasajeros en otras filas.  Crucé los dedos y prácticamente pasé al enano trompudo que tenía delante sin chequearlo.  Sí.  El universo me amaba. Se oyeron en las bocinas los acordes del Aleluya de Handel  y un halo de luz dorada cayó sobre mi. Literalmente. Miré hacia arriba y vi que estaban descubriendo la cúpula de vidrio del techo de la aduana: el universo no gira a mi alrededor después de todo.  Pero ella estaba en mi fila, detrás de cinco o seis serendípitus que eran lo mejor:  se fundían todos en uno solo para hacer aduana.  En menos de lo que canta un gallo (¿qué querrá decir eso?), la humana estaba frente a mi.  Se llamaba María.  Me gustan los nombres antiguos, dije, por decir algo.  Ella completó la otra mitad de su sonrisa.  Venía a visitar las escuelas superiores, pues quería especializarse en, qué más, turismo intergaláctico, la carrera de moda, me dijo con un guiño.  Piensapiensapiensa, solo la puedes retener aquí unos preciosos minutos.  María, necesito un número de comunicación y una dirección física, son nuevos requisitos estándares de aduana, dije, elaborando más de lo debido y rascándome la nariz, como cada vez que miento. María me miró con unos ojos profundos en los que aún brillaba algo de polvo de estrellas y lanzó una carcajada, echando la cabeza para atrás.  Resultaba demasiado obvio para alguien de mi propia especie.  Me encantaría, dijo, atacando de frente el subtexto de todas mis estupideces.  Me dejó su número y se marchó, volteando la cabeza y despidiéndose con la mano justo antes de perderse en la banda sin fin. 
Me tomó unos segundos recomponerme, mientras mi supervisora me lanzaba una de sus famosas miradas suspicaces y mi compañero de la cabina de al lado se aclaraba la garganta con sorna.  El resto de la tarde, mi pobre corazón humano y sus miles de bacterias palpitaron un poquito más rápido, recordándome que aunque lejos y solo, aún estaba vivo.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Café


- Venga mañana a buscar café.

El campesino dijo las palabras casi sin pensarlo, al escuchar a la lechuza.  Se sorprendió un poco al oírse.  Nunca había creído en apariciones y sintió que, sin quererlo, estaba canalizando a su abuela.  La recordó con cariño, contándole que la mejor manera de saber quién era bruja en el pueblo era convocándola al oírla silbar como la lechuza.  En su honor, lanzó un grito seguro:  ¡Venga mañana a buscar café!

El campesino sonrió y se acostó en la hamaca.  Hacía fresco.  En la mañana había trabajado duro limpiando el cuadro de pelota de la comunidad, a pleno sol y con su sombrero como único resguardo.  El fresco lo adormeció un poco hasta que las tripas le recordaron que tenía hambre.  Su mujer apareció con un bollo picadito y se sentó en el taburete a su lado.

- ¿Qué gritabas?
- Nada

Miró a su mujer.  La luz de la luna marcaba sus recién estrenadas arrugas. Sin poder formular claramente su pensamiento, lamentó no tener suficientes palabras para expresarle algo de afecto, tres hijos y quince años después del día en que fue a buscarla a casa de su mamá.  No le dijo nada, pero ella, como siempre, pareció leerle el pensamiento.  Lo miró, le sonrió y puso su mano áspera en el brazo de él. 

- Vamos pa‘dentro, que ‘ta enfríando la noche. 

Él agradeció no tener que usar sus palabras con ella.  Mientras cruzaban el patio, miró la sombra del naranjo, cargado en frutas y pensó que ya era hora de cosecharlas.  Ella hizo el mismo comentario en voz alta.  Unos pasos más adelante el perro de la casa salió a su encuentro, moviendo la cola.  Él recordó que le habían dicho que un tigrillo andaba merodeando por los patios.  La mujer se adelantó:

- Pasa pa‘la casa, Perrín, que hay un gato grande por ahí. 

El campesino entró a la casa, se quitó el sombrero y se preguntó qué haría si al día siguiente su esposa lo despertaba pidiéndole café.  

martes, 6 de septiembre de 2011

Otra Vida


Si yo pudiera retroceder el tiempo regresaría a la tarde esa en la que fui a tu oficina a pedirte algo que necesitaba, ya no recuerdo qué, un papel, una firma, qué se yo.  Regresaría a esa tarde y al encontrarme frente a tu puerta, en lugar de hacer girar la manigueta y entrar, preguntándote, es usted el señor Santizo, seguiría de largo por el pasillo iluminado con esa luz blanca de hospital, hasta llegar a la escalera puerca de institución pública, bajaría los tres pisos, me despediría del conserje y me largaría para no volver jamás. En lugar de sentarme frente a tu pupitre y sonrojarme un poco cuando te vi mirándome las tetas con disimulo, entraría en el casino de la otra esquina, jugaría al black jack y me ganaría veinte mil dólares que emplearía en comprarme un pasaje y un guardarropa para unas maravillosas vacaciones en el caribe.  En vez de estrechar tu mano como quien no quiere la cosa al despedirme y darme la vuelta cuando me pediste mi pin del Blackberry poniéndote a las órdenes por si yo necesitaba algo más, entraría a mi casa, mandaría a la mierda a mi mamá y me iría al salón de belleza a teñirme el pelo de rojo, porque tú odias a las pelirrojas y yo ya no quiero ser yo.