(Este cuento fue publicado en la Revista de Copa)
Con el cambio de guardia, vino la marejada de viajeros. Filas y filas de seres.
Ruidos, idiomas incomprensibles, llamadas de “pasajeros en tránsito” en las bocinas. Desde que nuestro puesto de aduana se convirtió en el puerto de entrada al sistema planetario, no hemos tenido ni una tríada de descanso. Ahora resulta que el turismo interplanetario es la gran cosota, la salvación de nuestras paupérrimas economías... como si alguno de estos seres, con sus turbantes de tentáculos, sus múltiples ojos y sus comidas hediondas, fueran a dejarnos algo más que basura.
Llamé a los siguientes en fila. Era una pareja que se camuflaba con el fondo. Inmediatamente adquirieron el color de nuestros muebles y solo podía ver sus ojos.
Por favor, necesito verles las caras completas, pueden no camuflarse con el fondo, gracias, ponga aquí su tentáculo izquierdo, ahora el derecho. Gracias. Permítame su documento de viaje. Gracias. Cuál es su destino final. Gracias. Cuál es el motivo de su viaje. Gracias. El siguiente pasajero era una babosa intergaláctica que tenía problemas para mantenerse detrás de la raya amarilla. Tuve que solicitar un traductor y un recipiente para contenerlo en un solo lugar. Este trabajo me está matando. No, en serio, me está matando, tengo 2864 diferentes bacterias en mi cuerpo, algunas aún no clasificadas. Estoy exhausto y mi cubículo dormitorio tiene un fallo nuclear que causa cambios repentinos de temperatura que no me dejan dormir bien. Luego de la babosa intergaláctica venía la peor pesadilla de un agente de aduana, una familia compuesta por dos seres vegetales y decenas de brotes. Cuando terminé el absurdo trabajo de llenar un formulario para cada brotecito que aún no se ha ni despegado de su madre/padre, la vi por primera vez. Me llamó la atención otro ser humano tan lejos de Gaia. Hicimos contacto visual y esbozó una sonrisa de medio lado. Estaba en otra fila, por supuesto. Lamenté mi perra suerte una vez más. A mi me tenía que tocar la babosa intergaláctica y al tonto agente de la 15, el único ser humano del día, que además, tenía una hermosa sonrisa de medio lado. Ya empezaba yo a maldecir entre dientes y a quejarme por infinitésima vez de mi sino, cuando los planetas se alinearon y el cosmos decidió recompensarme. Algo pasó con el tonto de la 15, le dio un faracho a alguien o algo, no sé ni me interesa, y mi supervisora, muy diligentemente empezó a colocar a los pasajeros en otras filas. Crucé los dedos y prácticamente pasé al enano trompudo que tenía delante sin chequearlo. Sí. El universo me amaba. Se oyeron en las bocinas los acordes del Aleluya de Handel y un halo de luz dorada cayó sobre mi. Literalmente. Miré hacia arriba y vi que estaban descubriendo la cúpula de vidrio del techo de la aduana: el universo no gira a mi alrededor después de todo. Pero ella estaba en mi fila, detrás de cinco o seis serendípitus que eran lo mejor: se fundían todos en uno solo para hacer aduana. En menos de lo que canta un gallo (¿qué querrá decir eso?), la humana estaba frente a mi. Se llamaba María. Me gustan los nombres antiguos, dije, por decir algo. Ella completó la otra mitad de su sonrisa. Venía a visitar las escuelas superiores, pues quería especializarse en, qué más, turismo intergaláctico, la carrera de moda, me dijo con un guiño. Piensapiensapiensa, solo la puedes retener aquí unos preciosos minutos. María, necesito un número de comunicación y una dirección física, son nuevos requisitos estándares de aduana, dije, elaborando más de lo debido y rascándome la nariz, como cada vez que miento. María me miró con unos ojos profundos en los que aún brillaba algo de polvo de estrellas y lanzó una carcajada, echando la cabeza para atrás. Resultaba demasiado obvio para alguien de mi propia especie. Me encantaría, dijo, atacando de frente el subtexto de todas mis estupideces. Me dejó su número y se marchó, volteando la cabeza y despidiéndose con la mano justo antes de perderse en la banda sin fin.
Me tomó unos segundos recomponerme, mientras mi supervisora me lanzaba una de sus famosas miradas suspicaces y mi compañero de la cabina de al lado se aclaraba la garganta con sorna. El resto de la tarde, mi pobre corazón humano y sus miles de bacterias palpitaron un poquito más rápido, recordándome que aunque lejos y solo, aún estaba vivo.