lunes, 15 de abril de 2013

Horizonte de Papel

Sin adjetivos, se había propuesto.  Ese sería su exorcismo. Hasta su esposa, a quien todo le gustaba, le había llamado la atención sobre su manía de adjetivar.  Sin adjetivos. Podía hacerlo.  Claro que podía.
Se sentó frente al mar decidido a escribir sobre el horizonte. Los adjetivos volaban como abejorros, estrellándose contra su cráneo. Afuera solo había silencio.  Un horizonte sin adjetivos.  Sin colores. Sin sutilezas.  Vamos, exclamó.  Es solo una línea que separa el cielo del mar.  Debo poder decir algo de ella sin calificarla.  Silencio.  Empezaron a surgir de adentro los adjetivos más imaginativos, los que no hubiera perdido tiempo en buscar.  Se maravilló de su habilidad adjetivaria.  Adjetivosa.  Adjetivenia. Bah, era inútil.  Se sintió un poco culpable, con ganas de ir al cura y confesar su pecado de juzgarlo todo.  Se levantó y miró el horizonte por última vez.  Le pareció más ________________ que nunca.

jueves, 4 de abril de 2013

Llamar a las cosas por su nombre

¿Qué hay de malo en decir agua? ¿O bombero? ¿O ladrón?  Si uno ve los noticieros nacionales, pareciera que es una incorrección llamar a las cosas por su nombre, y que es mejor decir “vital líquido”, “camisas rojas”, “amigos de lo ajeno”.
¿Dónde quedó aquello de la simplicidad en el lenguaje?  ¿Por qué la necesidad de usar dos o tres palabras en lugar de una? ¿Qué puede llevar a una persona a preferir “el nosocomio” a “el hospital”?

¿Por qué reemplazar una palabra por una imagen? Bombero es “camisa-roja” según lo que hemos convenido en nuestra sociedad.  Pero, claro, camisa-roja tiene otra connotación, una visual, digamos.  ¿Será eso? ¿Será que necesitamos un empujoncito a la imaginación?  Ahora, el escoger la imagen por sobre la palabra no está en manos del receptor, si no del emisor... ¿por qué prefieren los periodistas recurrir a eufemismos?

Este asunto me da vueltas en la cabeza desde hace tiempo.  Lo he consultado, incluso, con especialistas
en lengua, en filología... y todos han llegado más o menos a la misma conclusión.  Los periodistas hablan así porque son muy gallos.

Explico: Suplantar  "el balón" por "la esférica" cuando se narra un juego de fútbol y hay que decir bola un millón de veces, tiene sentido.  Para eso el lenguaje creó las imágenes.  No para hacernos ver como eruditos.  La falta de lectura, vamos, la falta de vocabulario de muchos de nuestros reporteros ocasiona que requieran utilizar imágenes para no sonar tan planos, tan llanos, tan tontos.  Pero al hacerlo...

Es el equivalente vocal a ponerle escarcha a un mural.  Por ponerle maría ramos, le pusimos lo otro.  Por querer quedar como conocedores del idioma, quedamos como pueblerinos, y que me disculpen los pueblerinos por la comparación.

No queda de otra.  Hay que subirle el sueldo a los reporteros para poder contratar gente que de otra manera se va a trabajar en otra cosa.  Gente que lee.  Gente que tiene vocabulario.  Gente que tiene gusto.  Gente que sabe que no se dice "estamos en lo que es...".  Que lo del vital líquido ya es risible.  Que ya muchos preferimos no ver las noticias por televisión.  Pero a mí me gusta ver las noticias por televisión.  Exijo que se me devuelvan mis mañanas con un café y las noticias.  ¡Exijo altura, cultura, sabiduría!  ¿Es mucho pedir?

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Polaroid


Miró con desconfianza el girasol que se abría frente a él en la mesa del café. Nunca le habían gustado esas flores escandalosas, descaradas, ridículamente alegres. Una flor que se movía con el sol era casi un animal.  Se trataba de un Helianthus annuus. Sonrió al pensar que esa era una de las tantas cosas suyas que sacaban de quicio a su mujer.  Que él poseyera ese tipo de información, totalmente inútil y además tuviera la urgencia de compartirla.  A ella le encantaban los girasoles, desde que una quiromántica en Cuba le había dicho que debía tenerlos siempre en su casa para alejar a los malos espíritus, vibraciones, lo que fuera.  Claro, él tenía información verídica y comprobable que compartir, pero ella prefería creer tonterías espiritistas de una perfecta desconocida con turbante blanco.  Pensó en ella, en su mujer, y sintió un calorcito por dentro.  Le tomó una foto al girasol y se la mandó con la frase “Un Helianthus annuus para que alejes los malos espíritus”. Ella le devolvió un emoticón con los ojos entrecerrados, cosa que el interpretó como que había entendido el chiste.  Luego se enviaron, a la vez, corazones de colores diferentes.  Jamás coincidían en nada.  Cómo se soportaban era un misterio.  Tal vez porque se turnaban para uno ser el sol y el otro, una flor/animal que brillaba descaradamente ante su luz.  

jueves, 2 de agosto de 2012

Del Plato Astillado a Sartre

El otro día me senté a almorzar y noté que uno de mis platos soperos estaba astillado.  Ya saben, en el borde, como si  la pintura se hubiera levantado llevándose consigo un poco de cerámica.  Inmediatamente mi abuela tomó posesión de mi lengua y dijo a través mío “este plato hay que botarlo”. Y luego, vinieron solas, las palabras, las que decía siempre que notaba uno de sus platos astillados: “eso trae miseria”.

¿What? ¿Eso de dónde salió? ¿Quién dijo esas palabras? Y más importante aún... ¿Qué quieren decir?

Que mi abuela, maestra al igual que mi abuelo, decidiera desechar un artículo que aún conservaba su valor utilitario es algo tan fuera de su carácter que me hace dudar de mi recuerdo.  Mis abuelos vivieron las dos guerras mundiales, sufrieron escasez, vivían frugalmente.  Las cosas se arreglaban, no se botaban con la rapidez que lo hacemos ahora.  La pollera de mi abuela, hecha por sus cuñadas en los años cuarenta, no tiene la segunda manga porque no había suficiente tela de hilo en Panamá.  Mi abuelo borró, de tanto usarlas, las letras de su máquina de escribir, y para recordar el orden del teclado (escribía, a toda velocidad con sus dos índices), recortaba letras de revistas y periódicos y las pegaba sobre las pesadas teclas negras.

¿Entonces por qué ese afán en botar los platos por un insignificante astillado? La tela que cosía (su ropa, nuestros vestidos, las cortinas) la usaba hasta las últimas consecuencias.  Hasta las tiritas que quedaban por ahí las usaba para hacerme unas trenzas tan apretadas que me dejaba china y que cuando se soltaban al final del día me daban el alivio más grande que he sentido en mi vida.

Eso trae miseria, así decía.  No era por superstición, de eso estoy segura. No cabía en su cabeza, lógica y pragmática, nada que no fuera científico o al menos, probado por la experiencia.  Era otra cosa: era una advertencia.  Era la advertencia de tener la puerta cerrada a la desidia.  Era una luz amarilla ante la posibilidad de empezar a coleccionar cosas ligeramente deterioradas, aunque aún útiles. ¿Por qué?  Porque de alguna manera empezamos a permitir en nuestras vidas cosas así y luego, poco a poco, todo está ligeramente deteriorado...  Si o no que alguna vez se han parado en un rincón de sus casas, han mirado todo con ojos nuevos y han pensado: ¿Esto cómo llegó a ponerse así? Las esquiniitas peladas, las paredes manchaditas, los tapices rayados casi imperceptiblemente, pero pronto, todo junto, da una sensación de deterioro, de venido a menos, de tristeza.  ¿Adivinen como empezamos a permitir ese estado de cosas?  ¡Cuando dejamos en la pila de platos el que estaba astillado!

Es extraño, ni un pedacito de tela se desperdiciaba, con ellos hizo hermosas colchas para la casa de la finca.  Los cordones viejos los partía y usaba para amarrar los cartuchos de basura.  Me enseñaron a forrar cuadernos con billetes de lotería y papel periódico.  ¿Pero un plato astillado? ¡A la basura!  Tal vez porque no hay manera de arreglar un plato astillado.  Tal vez porque es una pequeña manifestación de dignidad de alguien que reutiliza todo y decide desechar algo.  Tal vez simplemente porque mi abuela era muy sabia y así mismo como decía, uno no debe abrir la puerta a la tentación, pensaba que no había que abrirle la puerta a la desidia.

Quizás este sea un tema extemporáneo en esta época en la que nos han tenido que enseñar, otra vez a reutilizar las cosas.  Pero no se trata de eso.  Se trata de encontrar ese pequeño gesto que abre la puerta a un mundo, que deja salir un dragón.  Si uno es las decisiones que toma, incluso las pequeñas decisiones como desechar un plato, me siento un poco presionada, eh.  Así que un día a la vez.  Empecemos por tratar de ver las cosas no tanto por lo que son, si no por lo que significan.



lunes, 11 de junio de 2012

Progreso con P de lo que ya tú sabes.

Cuando era chiquita, iba con mi abuelo a visitar a la familia en Los Santos.  Íbamos a Las Tablas, a Santo Domingo (La Teta, decía él), en su enorme carro azul, por largas carreteras desoladas.  Solo veíamos, de vez en cuando, un hato de ganado, un niño sacando agua de un pozo, una casita de quincha con dos taburetes en el portal. Llegábamos a un pueblo y salían las primas, los tíos, a ofrecernos un café, una chicha, un duro, un silla, una hamaca, un buen cuento, un rato de atención y genuino amor familiar.

Pequeños pueblos con río o con mar, llenos de gente con más sentido del humor que posesiones materiales, en los que se canta para hablar y se vive en paz. Una de las primas de mi abuelo cosía polleras, uno de los primos de mi abuelo tenía una fragua.  Cosas mágicas y maravillosas, alimento para una feroz imaginación. 

Treinta y tantos años después hago con mis hijos un viaje a Pedasí.   Es un pueblo hermoso, con el sabor de esos pueblos de mi recuerdo... y mil negocios nuevos de bienes y raíces, burguers and wings, spas, pizza parlors, bakery shops, fishing trips, spanish lessons here, villas for sale, sushi night, learn to roll your own sushi roll (en serio), Pedasí is not going to be a secret forever, buy now, etc. Cool.  Chévere.  Avance.  Progreso.  Dinero.  Trabajo.  



¿Y por qué no me siento bien?

lunes, 30 de abril de 2012

La hija de Otelo y Desdémona

Esta soy yo.



Esta es la senadora colombiana Piedad Córdoba.


Ayer un señor me detuvo en la calle para preguntarme si yo era ella. Yo no la recordaba en ese momento, pero el señor me lo dijo tan entusiasmado y lleno de motivo que luego la busqué en google.   
Bueno, sí, ambas tenemos dos ojos, una nariz, una boca... pero no creo que nos parecemos como para que alguien nos confunda.

Aparte de que soy muuuucho menor que la distinguida senadora (!!!¡¡¡) y de que ella usualmente lleva un elegante turbante (lo digo en serio, creo que es súper elegante), y de que me parece muy guapa, hay algo en lo que particularmente quiero centrar mi atención: ella es una mulata.  Y yo... soy... una... mestiza. Mulata. Whatever. 

Ok.  Crisis de identidad a estas alturas.  

En Cuba hace poco me preguntaron:
- Y tu papá, el cubano, ¿era blanco?
- Sí, sí, era blanco, descendiente de españoles, es más sus hermanas eran rubias y de ojos verdes.
- Ah... entonces tu mamá, la panameña, ¿es negra, como tú?
Hmmm... ¿Mi mamá es negra? ¿Yo soy negra también? Eso nunca lo había contemplado... Esta es mi mamá.


En Cuba también me dijeron que yo era mulata.  Yo dije, ah sí, mulata claro, y luego corrí a buscar qué era mulata porque todas esas pequeñas sombras entre mulato, mestizo, zambo, criollo y esas categorías siempre se me han difuminado en una línea delgada e imaginaria.  Cada vez que alguien me pregunta, refiriéndose a otra persona... “¿El es uno así, quemadito, canelita, café con leche, trigueño, moreno?”, no sé qué responder.  Porque a menos que la gente sea francamente blanca o francamente negra, todo el resto de las combinaciones me parecen iguales. Y termino respondiendo, “sí, sí, es uno así como de mi color.”

Mulato viene de mulo.  (Estupor y pausa).  Resulta de la combinación de una persona de raza blanca y una persona de raza negra.  Hmm... Mi papá era blanco sí, y hasta donde sabemos sus ascendientes también (hasta donde sabemos).  Mi mamá es ella misma mulata, porque mis abuelos eran ambos, no sé, mulatos, mestizos, mezclados, cholos, indios, blancos, negros, guacho racial que se va hasta los mil quinientos, o, como diría la publicidad estatal de turismo de los 70s, “crisol de razas”. 
Zambo es la combinación de un negro con un amerindio.  Mestizo es la combinación entre un blanco y un amerindio.  Este enredito de razas, lo tomó muy en serio la corona española, que dictaminó un sistema de castas para proteger su patrimonio.


Castas de origenCasta resultante
EspañolIndígenamestizo
IndioNegrazambo
NegroZambazambo prieto
BlancoNegramulato
MulataBlancomorisco
EspañolMoriscaalbino
AlbinoBlancosaltatrás
IndioMestizocoyote
BlancoCoyoteharnizo
CoyoteIndiochamizo
KoreanoIndiacambujo
CambujoIndiatente en el aire
MulatoTente en el airealbarasado
(Fuente wikipedia)

Quinientos años después es imposible - IM PO SI BLE- distinguir cambujo de chamizo, albarasado, de saltatrás.  Pero, ¡un momento! Me olvidaba de CSI.

Hace cinco años, el Instituto del DNA y del Genoma Humano de la Universidad de Panamá inició un estudio para determinar cómo está compuesto nuestro fondo común de genes, es decir, qué proporción genética hemos heredado de cada una de las razas que a lo largo de 500 años han vivido en Panamá.
Los resultados sorprendieron a los investigadores: la población general del país tiene un gran 39.4% de genes de origen indígena, un 29.4% de genes de origen negro y un 31.2% de origen blanco.”

(Fuente La Prensa, 12 de octubre de 2002)



Así que todo este tiempo yo tenía razón. Por eso todo el mundo me parece del mismo color. A menos que seas francamente blanco o francamente negro o francamente chino o francamente de otra raza, entras en el gran pot de los 40% indígena, 30% negro y 30% blanco. Sí me parezco a Piedad Córdoba. Compartimos genes. Solo nos separa una frontera imaginaria y algunos ancestros que vinieron en naos diferentes. O tal vez en las mismas.

¿A qué raza pertenezco? A ninguna. A todas. A la raza del guacho de rabito, chorizo, carne, pollo, frijoles, tomate, arroz, cebolla, culantro que es la población americana. A la raza que termina sus escritos con una referencia a la comida. A la raza que usa joyería nativa, siente una nostalgia inexplicable de España, se le estruja el corazón con el violín y el repicador, y se siente extrañamente reivindicada en las historias de los palenques y los cimarrones. A la raza que tiene por principio erradicar el concepto de raza.

jueves, 26 de abril de 2012

Uno siempre va a su entierro


Uno siempre va a su entierro.  Sin saberlo, sin pensarlo.  Uno siempre va a su entierro.  ¿Las flores que mandas?  Son las flores de tu entierro.  ¿Las oraciones que elevas?  Son para el descanso de tu alma inmortal.  Cuando das el pésame, cuando eliges con cuidado no ponerte nada de color, lo haces también, un poco, para tu entierro.
Con esa filosofía vivió Felicidad.    Y por eso asistió a todos los entierros que pudo.   Desde chica, cuando caminaba las seis cuadras que separaban la escuela de su casa, pasaba frente a la iglesia y se detenía si encontraba la carroza fúnebre afuera.  Al principio con miedo, pero luego con mucha expectativa entraba, revisaba el libro de las firmas para ver si había mucha o poca gente, caminaba con cuidado por un costado de la iglesia, comprobaba si conocía a alguno de los asistentes, esperaba el momento de la paz o la comunión y se asomaba al cajón.  Ahí, miraba al difunto con una mezcla de curiosidad, compasión y horror: los pedacitos de algodón que asomaban de sus fosas nasales, la máscara mortuoria del maquillaje, el encaje del cuello enjuto. 
Cuando estaba sola, Felicidad soñaba con un gran sepelio.  Uno en el que sobraran las flores, con música de violines, grandes discursos y cantidades monumentales de gente.  Se imaginaba a su familia llorando desconsolada, a las vecinas, todavía impresionadas por la noticia, hablando de la última vez que la vieron.  Pensaba que su compañera de trabajo compraría su fecha al revés y al derecho y quizás hasta el número de su tumba.  Pero ella no se lo mandaría, qué va, para qué, ¿para que se lo diera todo al pendenciero del marido?  Felicidad atesoraba esos momentos en los que se imaginaba el centro de atención, la protagonista, sus quince minutos de fama.
El día que murió, de improviso y sin alharaca, sus hermanas planificaron un entierro sencillo, como correspondía a alguien de su condición económica.  Sus amigas, conociendo el secreto deseo de Felicidad, contrataron a un corito de guitarra, órgano y cantante para que, al menos, tuviera música.  La vecinas hicieron una colecta y le compraron la corona de flores de plástico más barata que encontraron en El Machetazo.  Un primo, que se las daba de poeta, escribió un acróstico para leerlo en la misa.  Las amigas con las que hacía el One-Two para Navidad hicieron algo parecido a una Resolución de Duelo.  Todo estaba listo para el gran momento.
El corito no desafinaba, se leyeron las lecturas y cuando el sacerdote fue a dar su muy sentido discurso, pasó lo inexplicable.  La compañera de trabajo de Felicidad, que estaba sentada en la cuarta banca, justo detrás de la jefa, sufrió un ataque al corazón y murió ahí mismo sentada.  Entre ir a buscar a la enfermera que vivía en el tercer piso del edificio de al lado, concluir la misa lo más rápido posible y la llegada de los paramédicos, Felicidad pasó de protagonista a extra en su propia película.  Un curioso, que pasaba por la acera al momento que sacaban el cuerpo de la compañera, dejó entrever que tal vez ir a los entierros daba mala suerte.  Otro, creyendo que la nueva difunta no estaba muerta y la iban a enterrar, exclamó ¡Por eso yo quiero que me cremen!  Un gracioso de los que nunca faltan le gritó desde la bodega, ¡Cállate, si tu no tienes ni para enfermarte, ahora para morirte...!   Toda la solemnidad del momento, espantada por el gran coro de carcajadas, se derritió como la cera de los cirios. 
Los asistentes a la misa, aún temblorosos e impactados, fueron cogiendo rumbo para sus casas y dejaron a Felicidad tal como había llegado al mundo.  Sin música y sin flores, eternamente acompañada por un sueño no cumplido.