La novicia y el doctor cruzaron juntos el patio interior del convento y caminaron por los antiguos corredores que llevaban a las celdas. Al llegar, ella se paró, como un soldado, junto a la puerta. El doctor asintió, tocó suavemente con los nudillos e hizo girar la perilla. Entró con la rapidez de un felino y se perdió en la oscuridad del cuarto. Afuera, la novicia esperó sin moverse, con las manos cruzadas. Nunca había visto a la hermana que vivía entre esas cuatro paredes. Nadie la había visto, salvo el médico y la madre superiora. Llegó una nochebuena en medio de bombas y balas, y se encerró a vivir sus últimos años en contemplación y absoluto silencio. Solo se comunicaba con el exterior a través de una pequeña rejilla corrediza por la que entraban y salían, sin mediar palabras, las simples vituallas, las perfumadas sábanas, los blancos hábitos.
Luego de un tiempo, no podría decir si largo o corto, el doctor salió, pálido y sombrío. Le pidió a la novicia que lo dirigiera hacia la madre superiora. La encontraron en la cripta del convento, dando órdenes con la fuerza de un general a los trabajadores que restauraban las antiguas paredes de piedra. El doctor le susurró dos frases al oído, y a pesar de que la novicia se había quedado en la puerta, la madre superiora le hizo un gesto para que se marchara. Eso fue todo lo que vio la única vez que se acercó a la celda de la hermana que vivía en contemplación.
Así se lo relató a los investigadores de la Comisión de Justicia y Paz cuando vinieron, años después preguntando si era cierto que ese convento le había dado refugio a una monja, que había llegado una nochebuena de bombas y balas, acompañada por el Nuncio Apostólico, cuatro días después de la Invasión.
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